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jueves, 28 de mayo de 2009

No se trata del franquismo, sino de cumplir la ley


28.05.2009 Opine

POCO DESPUÉS de que EL MUNDO diese ayer en su versión digital la primicia de que el Tribunal Supremo imputaba a Garzón por prevaricación, los medios que han jaleado todas las astracanadas del juez estrella se apresuraban a tratar de teñir el caso de contenido ideológico. El chaparrón de reproches al promotor de la querella -el sindicato Manos Limpias-, adscribiéndole a la extrema derecha es un intento vano por desviar la atención de lo que aquí se dilucida. ¿O acaso se pretende ignorar que la Sala Penal del Supremo se ha regido por el cumplimiento escrupuloso de la ley al admitir a trámite y por unanimidad la querella?

Pese a los intentos por enmascarar la realidad ha de quedar claro que aquí no estamos ante un debate político, moral, jurídico o histórico sobre el franquismo, algo que 34 años después de la muerte del dictador y tras tres décadas de democracia tiene poco recorrido. Y mucho menos se trata de discutir la posibilidad de que los españoles que aún yacen en fosas comunes sean rescatados por sus familias y vean honrada su memoria. De lo que se trata ahora es de dilucidar si un juez se excedió en el ejercicio de sus funciones para cometer uno de los peores delitos en el que puede incurrir: dictar resoluciones injustas a sabiendas.

La secuencia de los hechos protagonizados por Garzón en su disparatada «causa general contra el franquismo» deja pocas dudas acerca de su proceder. El magistrado impulsó la instrucción pese a las advertencias de la Fiscalía de la Audiencia Nacional de que los delitos investigados no eran de su competencia, sino de los tribunales territoriales. El Ministerio Público dejó claro que no podía imputarse a nadie por genocidio o crímenes de lesa humanidad por hechos acontecidos en los años 30, cuando esos delitos no estaban tipificados. Además indicó que, en cualquier caso, esos crímenes estarían prescritos según el Código Penal vigente, ya que fueron cometidos hace más de 60 años, y que -para colmo-, al pretender juzgar aquellos sucesos, el juez estaba vulnerando también la Ley de Amnistía de 1977.

La contumacia de Garzón al seguir adelante con el procedimiento, echando mano incluso de piruetas jurídicas para seguir practicando diligencias cuando tenía planteado un recurso sobre su competencia, llevó al propio fiscal jefe de la Audiencia Nacional a sugerir que actuaba de forma prevaricadora. El criterio de fondo del Ministerio Público fue respaldado luego por la Sala de lo Penal, que obligó a Garzón a apartarse del caso. La mala fe procesal del superjuez quedó patente cuando preguntó a los registros si Franco, Mola y otros sublevados habían muerto.

En el auto de admisión de la querella, el Supremo recalca que Garzón tuvo que declarar extinguidas las posibles responsabilidades por lo acontecido en la Guerra Civil «por razón de fallecimientos, sucedidos notoriamente decenios antes de la incoación» de las diligencias. Algo obvio incluso para los legos en materia jurídica. En ningún país civilizado del mundo un juez puede abrir una causa penal contra un muerto. Garzón ha actuado en este asunto con total desprecio al ordenamiento jurídico para, como en muchas otras ocasiones, ganar ese protagonismo que tantos beneficios le ha reportado y jugar de forma insensata a hacer política. Más que ayudar a las familias de las víctimas del franquismo que aún tratan de recuperar a sus muertos, parece que el juez utilizó la causa durante meses para engordar su figura.

Al abrir un proceso contra Garzón, el Supremo ha dado un paso clave para poner punto final a sus abusos, siempre consentidos hasta ahora, y acabar con su concepción de la justicia como show-bussines.

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